A sus 12 años de edad, mi hijo Simón está puestísimo para hacer un primer vuelo solo como pasajero. La verdad es que en tiempos en los que con justa razón, debido al clima de inseguridad en todos los sentidos en el que vivimos en México, la paranoia de los padres ante eventos como el que nuestros menores anden por ahí solitos, es decir, sin un mayor que los cuide, está a todo lo que da, limitando excesivamente en mi humilde opinión las salidas de nuestros hijos de sus espacios “seguros”, con las consecuencias que me temo ello pudiera tener en su capacidad de socializar, por ejemplo.
“Ni tanto que queme al santo, ni tanto que no lo alumbre”, dice el refrán. Es cierto, “el horno no está para bollos”, versa otra popular locución, y efectivamente, no solamente los niños y las niñas corren gran peligro en las calles y en los medios de transporte, sino también los adultos, en especial los mayores, pero de ahí a quitarles a los primeros el privilegio de comenzar a enfrentar y disfrutar las realidades de la autonomía haciendo excursiones, si bien blindadas con ciertas salvaguardas a las cuales contribuye de manera destacada la capacidad de estar en contacto permanentemente por medio de las modernas tecnologías de la información, llámese celulares, que al final de cuentas son todos unos actos de valor que en una de esas contribuyen a incrementar su autoestima, hay una enorme distancia.
Quizás contribuye a la manera de cómo abordo el tema de dejar hacer cosas a los menores, aun cuando ello suponga un riesgo, el hecho de que mis padres no tuvieron problema alguno con permitirme recorrer en solitario a los diez años de edad la Quinta Avenida de Nueva York para visitar oficinas de aerolíneas buscando postales de aviones e itinerarios de vuelos, a los catorce volar a Detroit, Michigan haciendo escalas y conexiones en Texas, o a los dieciséis irme manejando solo todos los días desde Atizapán, Estado de México hasta el Aeropuerto de Pachuca, Hidalgo con el fin de obtener instrucción de vuelo.
Lo cierto es que mi hijo Simón me preguntó mi opinión respecto a la posibilidad de que haga un vuelo con algún componente internacional sin mediar acompañante estuve, no solamente de acuerdo, sino mejor aún, quedé encantado.
“No creo en tomar riesgos innecesarios, pero nada se puede lograr sin asumir algún grado de riesgo”, decía Charles Lindbergh.
Lo irónico de todo esto es que más que su seguridad, son los problemas logísticos los que me preocupan de sus vuelos, en especial los relacionados con su tránsito por los aeropuertos y la parte en el aire. Estoy hablando de temas que en realidad no deberían requerir mayor análisis. Y es que aquello que solía estar resuelto cuando yo volaba solo como pasajero siendo menor de edad se ha vuelto muy complicado, caso de alimentarse en vuelo, proceso en el que la aerolínea a la que se le adquirirá el transporte no deja mayor opción que adquirir alimentos del menú dentro del avión, mediando pago con tarjeta de crédito, instrumento que mi hijo no tiene aún por su edad; comprar en efectivo y a precios sumamente onerosos en salas de última espera del aeropuerto algo de comer en el avión o de plano por medio ahora sí que de un “itacate” que sus padres le preparen desde casa. El reto en esta última opción sería que el chamaco logre franquear sin contratiempos el control en el filtro de seguridad para ingresar a salas de espera, en el que muy posiblemente, los siempre poco amables cuerpos de seguridad, además de retirarle ciertos artículos, le van a generar muchísimo estrés.
Y hablando de estrés, tengo serias reservas respecto a las habilidades y capacidades de las actuales generaciones de auxiliares de vuelo (sobrecargos) para atender las necesidades en caso de alguna contingencia técnica o administrativa de un pasajero tan vulnerable en todos los sentidos como es un menor sin acompañar.
Concluyendo: como padre no me genera ansiedad que mi chavito de 12 años se vaya de viaje solo; lo que me pone nervioso es cómo lo van a tratar en los aeropuertos y dentro de los aviones. Al final de cuentas y otra vez recurriendo a un refrán: “la yegua no era arisca, la hicieron” y a este analista, las aerolíneas y los aeropuertos crecientemente le hacen dudar de la calidad del servicio que proveen a sus clientes.
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