No recuerdo que la isla hawaiana de Maui, llamada así en honor a un semidios polinesio, haya estado en los titulares noticiosos globales como lo ha estado en este mes de agosto de 2023, cuando una serie de incendios devastaron una parte importante de su geografía, incluyendo una de sus ciudades (Lahaina), a la que destruyeron casi por completo, cobrando la vida de más de un centenar de personas, sumando cientos de otras desaparecidas, algunas de las cuales dramáticamente tuvieron que lanzarse a las aguas del Pacífico huyendo de las infernales llamas que amenazaban con consumirles, en el marco de un escenario dantesco que en nada corresponde a la paradisiaca imagen de la segunda más grande y la tercera isla más poblada del archipiélago en el que se asienta el estado de Hawái, en mi opinión uno de los más bellos de la Unión Americana, cuyas autoridades, todo parece indicar, exhibieron serias deficiencias en su desempeño a la hora de proteger a las comunidades afectadas y lo más importante: a quienes estaban en ellas en el momento del siniestro.
Si bien siempre soy sensible al dolor humano provocado por eventos como estos, ¡qué decir de los terremotos en Siria y Turquía y del tsunami en el Índico mucho más costosos en vidas!, debo de reconocer que Maui en particular me duele. Y es que mantengo una relación afectuosa con la isla desde el momento en el que la vida y obra del aviador y escritor norteamericano Charles Lindbergh capturó profundamente mi atención, tanto así que hay quienes dicen que define mi pasión por la aeronáutica.
Lindbergh, como pocos de su tiempo, tuvo la oportunidad de conocer el mundo, de ahí que su decisión de pasar los últimos años de su vida, y de hecho morir y ser enterrado en la costa de Maui, valida una hipótesis que este analista también comparte: hay pocos lugares tan intensamente hermosos como esos litorales dominados por el volcán Haleakala y sus laderas.
Dos veces en mi vida he tenido el privilegio de estar en ellos, ambas con el mismo objetivo: presentarme ante Lindbergh en su tumba en el cementerio de Palapa Homau en Kipahulu, localidad en la que se encuentra la que fue su última casa. “El Águila Solitaria” falleció en una habitación de la residencia de un médico en la cercana Villa de Hana el 26 de agosto de 1974. Mi primer contacto con Maui fue en el año 1987, frustrado por el embate de Lolo, dios local de la lluvia que se dejó sentir con toda su intensidad esa tarde, bloqueando con deslaves y ríos fuera de su curso el último tramo que me faltaba recorrer de un camino escénico propio de las páginas de National Geographic, me refiero a la carretera a Hana, merecedor en sí mismo de una crónica. Mejor éxito tuve en mi segundo intento de molestar a un hombre tan celoso de su privacidad como Lindbergh dos años después, luego de decidir no aventarme nuevamente el camino a Hana en auto para en su defecto disfrutar de su imponente atractivo desde la ventanilla de un turbohélice Twin Otter de Aloha Island Air que me depositó en el Aeropuerto de Hana donde renté un coche. En este agosto de 2023 en el que Mexicana de Aviación está de moda, quizás valga la pena resaltar que me presenté ante mi héroe portando su uniforme, toda vez que entonces mi aerolínea empleadora.
No descarto que algunos de mis estimados lectores hayan tenido la oportunidad, no solamente de haber ido a Maui, sino en una de esas visitar Hana y sus alrededores. Estoy seguro que, de ser el caso, estarán de acuerdo que lo que ha ocurrido ahí duele por tratarse de ella y de sus generosos habitantes.
Lo cierto es que el mensaje es contundente: el riesgo de una catástrofe natural es creciente y no hay geografía que esté a salvo, de ahí la importancia de reforzar las medidas de prevención, mitigación, alerta y control en todos los niveles y sectores, el transporte incluido.
¡Aloha Maui! Me dueles, como me duele el mundo entero…
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