Mi padre decía que a él no se le había perdido nada con los judíos. Si bien caldeo cristiano, al final de cuentas árabe, la idea de visitar Israel, aun cuando ya estaba a escasos noventa minutos en vuelo de distancia, no le agradaba en lo más mínimo, tanto así que aun a pesar de los deseos de mi madre, siempre “pata de perro”, el segmento Atenas-Tel Aviv-Atenas de nuestro viaje familiar de 1987 por Grecia y Levante lo hice sin su compañía. Lo cierto es que de pronto me vi haciendo fila para documentarme en un vuelo entre el aeropuerto “Hellinikon” de Atenas, Grecia, y el aeropuerto “Ben Gurión” de Tel Aviv, Israel, para abordar un Boeing 737-200 de la aerolínea griega Olympic.
No nos costó trabajo a los pasajeros identificar a un individuo con el que compartiríamos el trayecto como pasajero disruptivo. Se trataba de un ciudadano israelita de origen judío que alzaba la voz y ofendía al personal de tráfico de la aerolínea. Ya en vuelo, ni siquiera el nivel de ruido propio de la aeronave en operación lograba que sus vociferantes expresiones y quejas se hiciesen escuchar por todo lo largo de la cabina de pasajeros. Yo lo tenía a unas cinco filas de distancia. Llegó el momento en el que cansó a alguien, hay que decirlo, de origen árabe; este le reclamó y justo en el momento en el que aterrizábamos estalló una pelea a golpes, ahora sí que entre judíos y árabes. Nunca voy a olvidar la cara de odio del rijoso al agredir a su oponente. Lógicamente, el ambiente al interior del avión se complicó, y más cuando ya habiendo frenado el 737 en la pista se apagaron las luces en su interior y comenzaron los gritos de alarma entre los ocupantes. Los sobrecargos intentaron intervenir, pero no fue hasta que el comandante del vuelo salió de la cabina y con pistola en mano puso orden mientras llegaban las fuerzas de seguridad del aeropuerto.
“Welcome to Tel Aviv”, leía el primer letrero que observé al ingresar al edificio terminal en el que, sobra decir, omití mencionar que soy hijo de árabe. El que sí lo era fue ese taxista que me asaltó al llevarme del aeropuerto a mi hotel en Jerusalén, punto focal de mi visita del que partí para visitar Belén.
¿Y qué hacía un bien conocido agnóstico visitando el lugar de nacimiento de Jesús?
Quienes me conocen están de acuerdo que si bien rayando en el ateísmo, al final de cuentas me considero culturalmente hablando un católico; es más, algunos de mis más cercanos son fieles cristianos. Si a lo anterior sumamos mi pasión por la historia, la filosofía y la geopolítica, a nadie debe sorprender que me haya dado el lujo de subir a un transporte de cercanías con destino a la iglesia de la Natividad, recorrido sin problema alguno en el que además tuve la oportunidad de interactuar con varios residentes cisjordanos, o como les diríamos en este 2023: palestinos. Insisto, estamos hablando de 1987, tiempos en los que aún era posible hacer ese traslado sin tener que franquear los enormes muros que el gobierno de Israel ha impuesto para aislar a Cisjordania y limitar el libre tránsito de personas y cosas, y en los que las relaciones entre palestinos y judíos, si bien siempre tensas, se mantenían en niveles que permitían experiencias turísticas como las que comparto en esta entrega, en ambientes manejables.
Tuve el muy aeronáutico privilegio de concluir mi visita a Tierra Santa volando de regreso a Atenas a bordo de un Boeing 707 de El Al, hito en mi bitácora aérea que atesoro y en el que no hubo pelea a bordo que registrar y por ende comentar.
Debo reconocer que mi viaje generó en mí un sentimiento de admiración hacia Israel y sus habitantes; quedé impresionado de lo que estaban logrando en materia de desarrollo, cuidado del medio ambiente, agricultura, transporte, industria y claro está: seguridad, impresión que debo admitir ya no puedo manifestar con tanto agrado conforme, y voy a ser claro, ejerciendo su legítimo derecho de defensa y protección de sus habitantes luego de los brutales y despiadados ataques terroristas a su población el pasado 7 de octubre, la reacción del gobierno de Netanyahu ha pasado de legítima a constituir crímenes de lesa humanidad que deben ser condenados por la comunidad internacional, como deben serlo este político y quienes están decidiendo literalmente ejecutar a mujeres, ancianos, niños y otros civiles inocentes en la Franja de Gaza.
En este contexto, las ilegales y violentas acciones de colonización de territorios palestinos por parte de judíos, la construcción de más y más muros, los atentados contra los sitios sagrados del Islam en Jerusalén, la discriminación hacia árabes en el territorio de Israel y el negocio de la guerra que emana de él cobran otra dimensión en mi mente, como la cobran los sentimientos de mi padre y su reticencia a hacer cosas con sus primos hebreos, porque eso somos los árabes de los judíos: primos, y por ahí, hasta primos hermanos.
¡No por favor! Este comentario no es antisemita, ni pretende justificar las atrocidades que los terroristas árabes cometieron el 7 de octubre. Con lo que ya no puedo y de ahí esta entrega, es con la pérdida del más mínimo sentido de empatía y humanidad que caracteriza a los “humanos” del siglo XXI. De la misma manera que nada justifica la muerte de un bebé israelí tampoco nada justifica la de uno palestino.
¿Quién puede sentarse a comer tranquilo y a reír con otros comensales al ver escenas como las que los medios de comunicación nos hacen llegar de Gaza?
Quien firma esta columna no puede y como descendiente de pobladores levantinos no debe.
¡Shalom!
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