Hacia comienzos de abril de ese 1978 de mis 16 años de edad, el frío invierno había quedado atrás transformándose en una templada primavera que se hacía presente ante mí cada tarde con esos nublados que anticipaban turbulencias en el espacio aéreo del Aeropuerto Juan Guillermo Villasana de Pachuca, Hidalgo, y sus alrededores, en el que había comenzado a hacer mis prácticas de vuelo con el fin de eventualmente obtener una licencia de piloto que me llevase a incorporarme al mercado laboral del aerotransporte mexicano.
¿Qué clase de aviación civil me albergó profesionalmente desde ese otoño de 1977 en el que comencé con mis trámites para ingresar a la escuela de vuelo hasta ese invierno de 1983 en el que más que con una licencia técnica, sino con un título de licenciatura, ingresé formalmente al mercado laboral aeronáutico mexicano, ocupando un puesto en la entonces autoridad de la materia?
En el estado en el que se encontraba, con todos sus fortalezas y hay que admitirlo: enormes debilidades, la aviación civil mexicana que me extendió mi licencia de piloto en ese 1978 no se parece en lo más mínimo a la del año 2024, como tampoco reconozco el camino que hoy día recorro, eso sí, con el aire acondicionado del auto a toda marcha para no derretirme por las nuevas primaveras mexicanas, para llegar desde mi casa al aeropuerto de Pachuca, pasando por esa Base Aérea Militar de Santa Lucía, Estado de México, hoy día convertida en una compleja mezcla de actividades de aviación civiles y castrenses, de la que se escapaban en su tiempo libre los entonces pilotos de la Fuerza Aérea Mexicana (FAM) para fungir de instructores de pilotos civiles en las escuelas de vuelo en la capital del estado de Hidalgo haciéndose de algunos dineros y lo más importante: de esas horas de adiestramiento que en una de esas les abriesen las puertas de las aerolíneas.
Independientemente de lo sencillo que me resultó obtener mi licencia, insisto, aun siendo todavía un adolescente y lo seguro que me sentía de conducir en solitario y a ventana abajo mi automóvil cada tarde por las carreteras de los estados de Hidalgo y México, una de las cosas que más valoro de la experiencia, además del hecho de haber estado varias horas al mando de una aeronave, algunas de ellas “solo”, es haber tenido la oportunidad de aprender a dominar esos Piper PA-28 de la mano de grandes pilotos militares, de los que por cierto aprendí mucho, comenzando por su sentido de responsabilidad, amor y lealtad a México, valor, capacidad como aviadores y decencia. No en balde, cuando unos años después tuve el privilegio de involucrarme con un grupo de mandos de la FAM en algún esfuerzo de preservación del legado histórico de la aviación civil y militar mexicana, también lo disfruté enormemente; y es que, para comenzar, ni los civiles nos sentíamos los dueños de la aeronáutica mexicana, ni tampoco los militares, prevaleciendo esa sana y hasta necesaria distancia entra una y otra aviación.
Hoy día no solamente no me agrada en lo más mínimo la idea de que mi hijo adolescente ande solo por las carreteras de México arriesgando su vida, como no me agrada asimismo en lo más mínimo el que los militares de Santa Lucía se hayan convertido en gestores y reguladores de aviación civil, transformando a la gestión oficial aeronáutica y por ahí a la de una parte creciente del transporte mexicano, comenzando por los puertos, en algo, por lo menos para quien firma esta nota, irreconocible, incomprensible y dados los resultados de su labor, hay que decirlo, en algo inadmisible.
La verdad es que me da mucha tristeza hoy día regresar a los rumbos de Zumpango camino a Pachuca al pensar en lo maravillosa que alguna vez fue esa aviación civil mexicana de los años 50, 60, 70 y por ahí hasta la de los años 80, antes de que fuese abandonada por los gobiernos federales del pasado y puesta en verdadero peligro por la actual administración.
Se lo voy a poner de otra manera: en 1978 el éxito y seguridad de los procesos en los que me involucré dependían principalmente de mí, es decir, tanto de mi manera de conducir en la carretera y no de que un malandro me asaltase, como de mi capacidad de aprender a volar correctamente y no de un burócrata que se negase a firmar mi licencia de piloto o de una autoridad aeronáutica que haya dejado de estar realmente preparada para expedirla.
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