Nuevamente el contexto me invita a descolgar el diploma de mi primer vuelo solo para colocar en su lugar mi título de licenciado en Turismo.
Me entero este 23 de enero que el gobierno norteamericano ha emitido una alerta de viaje a sus ciudadanos respecto al estado de Quintana Roo ante la ola de violencia asociada a las reacciones de los taxistas de Cancún y la Riviera Maya (nada menos), derivada de una victoria legal obtenida por Uber que le permite ofrecer sin mediar una concesión sus servicios en ese mercado, cuyo impacto potencialmente negativo en las intenciones de viaje de los estadounidenses preocupantemente fue menospreciado el 25 de enero por el presidente mexicano quien no parece tomar en cuenta la capacidad daño que genera en la sensación de inseguridad de un destino turístico la propagación a la velocidad del Internet de imágenes como las que emanaron del lugar.
Quien redacta este texto ha intentado alertar una y otra vez sobre la amenaza que se cierne sobre la que al final de cuentas es una industria que vale entre el 4 y 5% del Producto Interno Bruto de México conforme la inseguridad real, es decir, la registrada y la percepción subjetiva de inseguridad propia de la interpretación que cada uno da a las noticias, se apoderan del medio ambiente en los principales destinos de nuestro país, tanto así que hace unas semanas envié a publicación un texto en el que comparto cómo el miedo de venir a su patria, no digamos a vacacionar, sino simple y sencillamente a ver a los suyos, se ha apoderado de mi hijo Juan Pablo, médico militar ahora de nacionalidad norteamericana y de su californiana esposa.
Lo sorprendente es que el caso de mi hijo, como estoy seguro es el de otros probables viajeros, no ha hecho (todavía) mella significativa en las cifras de visitantes extranjeros a México, que siguen colmando especialmente dos grandes polos de atracción: las penínsulas de Baja California y Yucatán con sus estrellas la Riviera Maya y la zona de Los Cabos a las que acuden, particularmente por vía aérea, a disfrutar por ejemplo del sol, del mar, la gastronomía, la hospitalidad o la hotelería de un México mágico del que me siento orgulloso y enamorado.
La pregunta es obligada: ¿hasta cuándo? Y es que me pongo en los zapatos de un turista al que a la hora de elegir el destino de su siguiente viaje se le anteponen diversas opciones, quizás más costosas y menos atractivas que México en varios sentidos, pero en las que la variable inseguridad no pesa tanto como se pensaría sucede con la creciente violencia que se registra digamos en el Caribe mexicano. ¿Hasta cuándo será que aquello que le atrae de mi tierra al turismo extranjero dejará importar más que la amenaza a la seguridad y el caos que supone una presencia de un crimen organizado al que ni las labores de vigilancia a cargo de fuerzas armadas han logrado contener?
¿Serán acaso el acceso a drogas, fiestas, sexo, alimentos, alcohol y hospedajes baratos y no tanto la riqueza natural y cultural lo que integran muy al estilo “Spring Breaker” el verdadero imán de los norteamericanos y europeos que colman aeropuertos como Cancún, Puerto Escondido, Puerto Vallarta y San José del Cabo, muy al estilo de lo que sucede en el sudeste asiático en lugares como Bali, Bangkok, Manila o Phuket?
Solamente así entiendo el porqué le hace tanta gracia a una persona meterse en las fauces de la inseguridad en lugar de vacacionar en un ambiente más relajado como existe en naciones que compiten con la nuestra en materia de la “industria sin chimeneas”, caso de Bahamas, Costa Rica, Cuba, Gran Caimán, Jamaica, República Dominicana o hasta la propia Unión Americana en la que una California, una Florida, un Hawaii, un Las Vegas, un Nueva York o unas Islas Vírgenes no le piden nada como oferta turística a la mexicana.
¡Híjole! Me da terror pensarlo, pero en una de esas, mi hipótesis puede no resultar tan descabellada.
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