Pensemos por ejemplo y por cierto “toquemos madera” en la epidemia del virus del ébola. Antes de que la humanidad dispusiese de un medio de transporte con el alcance global y la capacidad para transportar de un lado al otro del mundo en cuestión de horas lo mejor y lo peor del planeta, una enfermedad como esta se mantendría básicamente confinada a una región geográfica.
Lo anterior, debido entre otras cosas a que el virus tendría que salir por tierra, lo cual en muchos casos supone franquear enormes barreras geográficas como serían selvas, desiertos o cordilleras; o por vía marítima, lo cual supone una oferta de transporte limitada, lenta y relativamente fácil de controlar mediante cuarentenas.
Esa lentitud permite detectar a los infectados toda vez que el tiempo de tránsito sería suficiente en muchos casos para que la enfermedad se manifieste en el transmisor potencial. Hoy en día las posibilidades de que un virus viaje con rapidez por el mundo entero en el cuerpo de un organismo humano o animal vivo o muerto son altas debido a que la aviación franquea con extrema facilidad y frecuencia cualquier barrera geográfica.
Además, el avión pone al transmisor potencial y aún sin manifestaciones evidentes, en la posibilidad de contagiar a otros pasajeros mediante la circulación del aire en la cabina y directamente y en cuestión de horas en territorio fuera de la zona infectada, transmisor que en la mayoría de los casos se mezcla antes de llegar a los controles sanitarios en las llamadas “zonas estériles” -qué ironía- de los aeropuertos, con receptores potenciales caminando junto al infectado por los pasillos de la terminal aérea, en la plataforma o esperando ser despachados en algún almacén, generando una potencial bola de nieve de contagios.
Es así que evidentemente, el reto para el regulador sanitario global, nacional y local, para los operadores aéreos y para los administradores aeroportuarios es enorme y aplica tanto en el origen del traslado como en su destino final, incluyendo los puntos de escala y conexión. Además de aplicar tal y como está sucediendo, protocolos internacionalmente sancionados, el suspender servicios aéreos desde y hacia las zonas afectadas definitivamente ayuda.
El problema se complica conforme la geografía de la zonas afectadas se amplía, entonces, las consecuencias para el aerotransporte y las economías pueden ser devastadoras.
El que firma esta opinión constató esto en carne propia durante un viaje por Asia en el año 2003, cuando el llamado “Síndrome Respiratorio Agudo Severo”, mejor conocido como SARS, se había propagado desde la provincia de Guangdong (Cantón) en China, causando alarma en todo el mundo, viaje que supuso entre otras cosas no saludar de mano a nadie y lo digo en serio: ¡A nadie!, salir corriendo cuando uno escuchaba a alguien estornudar, anticipar la llegada al aeropuerto para ser sometido a controles sanitarios y comprender que cualquier síntoma durante el recorrido podría dar origen a ser puesto con justicia en cuarentena.
Recuerdo además que las tarifas aéreas se vinieron abajo ante la caída de la demanda y las aerolíneas de la región sufrieron enormes pérdidas. Pero insisto: “Toquemos madera” para que el ébola o cualquier otra plaga, no encuentre y menos en la aviación, el medio para expandirse por toda la faz de la tierra.