Buena parte del atractivo del giro es que se vuelve adictivo conforme la adrenalina fluye desde lo más alto del organigrama hasta el más humilde de los colaboradores. Por ejemplo, cuando hay que cumplir con un itinerario en medio de malas condiciones meteorológicas, pagar una factura vencida a un proveedor estratégico, despachar hasta su límite una aeronave, pasar una revisión técnica por parte de la autoridad o negociar un millonario contrato de adquisición de aeronaves.
No cabe duda que la aviación es una actividad intensa en todos los sentidos, en especial en lo que toca a manejo de riesgos y administración de recursos financieros.
En este contexto, los dueños, en especial los de las empresas pequeñas o medianas, sufren enormes presiones para mantener las aerolíneas funcionando, lo cual supone un gran esfuerzo y a veces significativas inyecciones de capital, algo que no todos los inversionistas quieren o pueden hacer.
Afortunadamente la gran mayoría de ellos se comprometen con sus empresas, a las que valientemente blindan financieramente permitiendo a sus competentes administradores hacer verdaderos milagros con los recursos.
¿Pero qué sucede cuando los dueños de una aerolínea deciden que ya no pueden o ya no quieren seguir invirtiendo en ella?
No es sencillo disimularlo y tarde o temprano las malas noticias comienzan a permearse iniciando un proceso de erosión del liderazgo efectivo, esencial componente de la gestión de una organización, remitiendo a los colaboradores a un ambiente de desconcierto, falta de dirección, inseguridad, ineficiencia y desánimo, fenómeno magnificado por la incertidumbre que lo único que hace es convertirse en una suerte de bola de nieve conforme es transmitida voluntaria o involuntariamente dentro y fuera de la compañía.
Lo anterior, a su vez, provoca desconfianza entre algunos actores de los que depende el operador, comenzando por sus clientes y siguiendo por las autoridades aeronáuticas, bancos, proveedores y gremios, impactando finalmente en las operaciones, al grado de llevarla fácilmente al cese de vuelos, no sin antes hacer peligrosos escarceos con los límites de la seguridad.
Como la historia lo demuestra (Líneas Aéreas Azteca, Aerolíneas Internacionales, ALMA etc.), el que los dueños “tiren la toalla” puede tomar varios matices, entre ellos, dejar de invertir en la modernización o crecimiento de flota; decidir que la aerolínea per sé ya no es negocio y comenzar a sangrarla y apretarla hasta donde aguante como un instrumento de generación de flujos de dinero para mantener o respaldar otras de sus empresas; ponerla en venta, salir corriendo cuando la empresa requiera más dinero para seguir operando o ponerla en quiebra. Independientemente de las formas, el resultado es devastador, en especial para los colaboradores y los proveedores que siempre terminan, como se dice coloquialmente “pagando los platos rotos”.
Por eso, cuando todo indique que los dueños de una línea aérea ya se rindieron, es tiempo de sonar las alarmas por doquier a fin de tratar de evitar un accidente; si es posible, encontrar una manera para que la empresa no se sume al enorme panteón del aerotransporte con todo lo que ello supone en materia de conectividad, pérdida de empleos y reducción de actividades económicas o blindar los legítimos derechos de los potenciales afectados, evitando de paso desgastantes litigios en los que la mayoría de las veces realmente no se gana nada.
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