En tiempos en los que cada día se percibe más el descarado manoseo que desde cualquier escritorio, tribuna, espacio o medio de comunicación público o privado se le da a la palabra impunidad, resulta importante recordar que la falta de castigo de una omisión, una falta o un delito es el camino más directo al caos y a mí, estimado lector, no me gusta vivir en el desconcierto y en la anarquía, tal y como muestran las lamentables imágenes que nos llegan de los saqueos a todo tipo de comercios que están teniendo lugar en Acapulco, Guerrero, ante la ausencia del Estado en sus tres niveles (municipal, estatal y federal) en ese destino turístico devastado hace unos días por el huracán “Otis”, que evidenció de manera cruel el grado de debilidad operativa a la que han llegado las fuerzas armadas mexicanas luego de dedicarse, por cierto abrumadas, a tratar de cumplir, insisto, tratar, toda vez que no lo logran por completo, los onerosos caprichos del actual jefe del Poder Ejecutivo, en lugar de fortalecer y mantener su otrora evidente capacidad de defender a México o apoyar a su población en caso de desastre.
Bastante sufrieron mis abuelos maternos y mi propia madre al tener que salir de España hace 85 años, pasando por toda clase de penurias cruzando a Francia donde fueron recluidos hasta en horrendos campos de concentración, con tal de huir de la impunidad con la que el régimen de Franco comenzó a cometer toda clase de crímenes de lesa humanidad contra “los otros”, es decir “los del bando contrario”, en este caso los republicanos, como para darle el lujo de marginarme de manifestar mi total oposición a esos, ya no visos, sino claras muestras de autoritarismo demagógico que percibo por doquier en el México de Morena.
Y es que desde la intimidad de los hogares hasta los grandes despachos públicos y privados, lo nuestro (lo de los mexicanos) es como se dice vulgarmente es “pasarnos la ley por las patas”, tal y como se la pasaba ese capitán piloto aviador que conocí y que sufría de un mortal alcoholismo pero al que nadie pudo, o más bien nadie quiso realmente impedir que volase completamente borracho los Douglas DC-10 de una aerolínea mexicana llenos de pasajeros; igual como se la pasa ese conserje de mi propio condominio abusando del miedo a ponerlo en su lugar de los viejitos que lo integran para hacer del inmueble y de su trabajo lo que quiera; sin duda como se la pasaba ese colega de trabajo al que le encantaba abrazar a otros compañeros tan intensamente que les hacía sentir su miembro viril sin mediar denuncia por ello; no olvido como se la pasaba ese otro compañero sindicalizado robando pertenencias de maletas de los pasajeros de una aerolínea, sabiéndose protegido del poderoso sindicato que lo representaba; parecido a como se la pasa ese conocido que abiertamente le pide favores sexuales a sus empleadas y finalmente, como se la pasa ese proveedor de servicios que no duda en tratar a sus clientes como se le da la gana.
La lista de actos de impunidad de los que he sido testigo en mi vida es enorme y no creo que tenga caso detallar, sin embargo, estoy convencido que he dejado claro el mensaje: la corrupción y su hermana mayor (la impunidad) son parte de la cotidianeidad de los mexicanos.
El problema es que no comprendemos la magnitud de la amenaza que se cierne sobre México de seguirse violando el Estado de Derecho tal y como ha ocurrido siempre y claro está como es el caso en la actualidad.
¿No nos basta haber tenido que crecer en un país con tales niveles de pobreza y desigualdad? ¿Queremos seguir viendo más muertos en nuestras calles y carreteras? ¿Debemos acostumbrarnos a ser extorsionados? ¿Estamos dispuestos a que nuestros proveedores de bienes y servicios sigan abusando de nosotros? ¿No nos importaría que ocurra un accidente aéreo provocado por una persona con una licencia técnica falsa o vencida? ¿Aprendimos a vivir así y creemos que ya no hay otra forma de convivencia social? ¿Definitivamente ya no creemos que las cosas se pueden hacer como se debe en el aire y en tierra, en las aeronaves y en los aeropuertos, en la calle y en casa?
Recordemos que ya pasamos por una terrible pandemia que se llevó a muchos seres queridos, no por consecuencia de la enfermedad, sino por falta de atención médica o por hacer caso a las palabras de un criminal funcionario del sector salud en una conferencia mañanera.
¿Qué es lo que tiene que ocurrir entonces para que los mexicanos despertemos y digamos en casa, en la escuela, en el trabajo y en la calle ¡ya basta de tanta mortal corrupción e impunidad!?
Ha llegado el momento de que nuestro familiar, nuestro amigo, nuestro colega, nuestro guía espiritual, nuestro vecino, nuestro socio, nuestro proveedor, nuestro colaborador, nuestro empleador, nuestra autoridad y nuestro gobernante asuma las consecuencias de su eventual mal desempeño siendo sancionado como corresponde, es decir, como marca la ley. No hacerlo es abrirle las puertas a ese total desorden y sus consecuencias para las que me temo nadie está blindado tenga el dinero, prestigio o poder que tenga.
Abandonemos la comodidad de la cómplice complacencia y asumamos nuestra responsabilidad. Comencemos en casa, es decir, en nuestros más personales espacios; no le demos la más mínima oportunidad a la impunidad. Las futuras generaciones de mexicanos nos lo van agradecer, como yo le agradezco a usted lector mío el favor de su tolerancia hacia esta entrega con aire de diatriba que debo reconocer emana de la frustración que como mexicano siento de ver cómo se hunde nuestro país en la miseria de la ilegalidad. El caso de la anarquía que se vino encima de Acapulco después del huracán debería bastar como ejemplo y razón suficiente para que los mexicanos finalmente abramos los ojos y seamos mucho, pero mucho más cuidadosos al elegir a nuestros gobernantes.
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